martes, 24 de noviembre de 2009

Globalización, neocolonialismo, política exterior y estrategias corporativas

Hola a tod@s.

Desde hace algunos años, el término globalización ha extendido su uso en nuestra sociedad hasta convertirse en algo cotidiano. Su significado es tan amplio que en ocasiones parece referirse a hechos opuestos o significativamente diferenciados. Por un lado se emplea al hablar del acceso a la información en tiempo real y a las nuevas tecnologías, de igual forma, es utilizado a menudo para constatar la evolución de los medios de transporte e infraestructuras que posibilitan a los ciudadanos de las sociedades desarrolladas desplazarse a casi cualquier lugar del planeta. En otras ocasiones, nos referimos a la globalización desde un punto de vista económico, considerando la libre circulación de valores en los mercados y las corporaciones multinacionales. Algunos tratan de encontrar en este indefinido proceso una posibilidad para universalizar valores fundamentales como los derechos humanos, la libertad de expresión o la democracia, otros en cambio, ven en la globalización una amenaza para la identidad cultural diferenciada y una imposición de un criterio y pensamiento únicos. A pesar de ser un término con un significado o significados tan complejos, posiblemente su origen es más sencillo.

Salvo contadas ocasiones, a lo largo de la historia, el desarrollo económico y cultural se ha basado en la conquista y la dominación. Este proceso permitía el acceso a nuevos recursos naturales, medios de producción y mano de obra. De esta forma, imperios y naciones hegemónicas se han sucedido en el tiempo convirtiéndose en referencias de su época. El poder militar y tecnológico, eran la clave para su supervivencia y supremacía. A principios del siglo XX, esta estructura de dominación encuentra su punto culminante. Casi la totalidad de Asia y África estaba formada por colonias de países industrializados y otras muchas naciones de estos continentes, América y Oceanía dependían para mantener su independencia de acuerdos comerciales y estratégicos con otras potencias. La primera y la segunda guerra mundial, encuentran su origen en la disputa de esta hegemonía global. La segunda mitad del siglo XX, viene marcada por la guerra fría y el enfrentamiento de dos bloques antagónicos. Con la carrera de armamento nuclear y la amenaza mutua de destrucción masiva, esta estrategia de conquista y dominación que había marcado el curso de la historia, alcanza un punto de no retorno. La imposibilidad de expansión lleva a finales de la década de los 80 al colapso de la economía de la Unión Soviética y el final de la guerra fría. Este es el punto de partida para la globalización. A pesar de que gran parte de los fenómenos que hoy en día se asocian a este término tienen su origen mucho tiempo antes, el entorno en el que se desarrollan se ha visto modificado sustancialmente. La definición de esta nueva situación mundial nos lleva al nacimiento del concepto actual de globalización. Por primera vez en la historia, desaparece la situación de equilibrio entre potencias que había regido el destino del mundo desde la edad moderna.

Tras la caída del telón de acero, muchos analistas, economistas y políticos interpretan que este hecho representa la victoria definitiva e incondicional del bloque occidental. Esto supone no sólo la consolidación de sus principios sociales y económicos, sino el derecho a imponerlos a nivel internacional. El sistema capitalista, la economía de mercado y la sociedad de consumo se presentan como valores incuestionables. Sin un enemigo político, militar y estratégico, la sociedad occidental exporta su estructura al resto de países. En este caso, no es necesario imponer estos criterios por medio de las armas o la dominación militar, las compañías multinacionales y las grandes corporaciones son las encargadas de llevar a cabo esta trasformación. Sin un equilibrio de fuerzas político internacional y diferentes bloques enfrentados, las naciones menos desarrolladas no encuentran otra opción para su supervivencia que aceptar las directrices del banco mundial y el fondo monetario internacional. Este es sin duda el aspecto más criticado de la globalización económica, puesto que la única forma de asegurar el desarrollo de un país, pasa necesariamente por aumentar la deuda externa, ceder a las condiciones de los organismos económicos internacionales y realizar acuerdos comerciales con corporaciones multinacionales que garanticen la explotación de los recursos naturales.

Esta estructura política global ha creado un nuevo tipo de colonialismo económico. Las empresas multinacionales desembarcan en los países en desarrollo aprovechando la necesidad de inversión extranjera, imprescindible para reducir la deuda externa, a cambio de acuerdos que les aseguran pingües beneficios y monopolios de explotación. A muchos de estos países llega también un híbrido de democracia donde los problemas de este sistema político en la sociedad occidental aparecen amplificados y alcanzan una dimensión aberrante. Las campañas políticas se financian con el dinero de las grandes corporaciones y forman parte de la disputa por las áreas de influencia entre las mismas. La corrupción generalizada, lejos de entenderse como un problema, se convierte en un aliado que garantiza la posibilidad de influir de forma efectiva en los gobiernos y en la política nacional. Se incentiva la formación de una nueva clase social de potentados y una oligarquía económica en las zonas en vías de desarrollo cuyos intereses coinciden en cualquier caso con los de las corporaciones internacionales. El desequilibrio social se incrementa, y el desarrollo cultural o el acceso servicios sociales como la sanidad o la educación se convierten en un problema secundario.

Paralelo a este proceso, se produce de forma simultanea una revolución tecnológica sin precedentes. El final de la guerra fría representa también un importantísimo parón en la carrera armamentística global. La tecnología amplía su campo de investigación en el entorno civil. Nuevos avances como internet llegan a muchos hogares en las sociedades desarrolladas y la era de la información extiende su red resultando casi imposible establecer sus límites. Sin un enemigo tangible y sin el miedo a un conflicto bélico mundial como factor unificador de la sociedad, el mundo occidental comienza a plantearse la realidad de los valores que se presentan como pilares fundamentales de su victoria. Los desequilibrios económicos generados por la política de las empresas multinacionales, la política exterior y militar de los países occidentales, plegada en la mayoría de los casos a intereses comerciales, y la explotación incontrolada de los recursos comienzan a ser cuestionadas. Resulta cada vez más complicado manipular a la opinión pública.

En los países en desarrollo, se produce sin embargo el fenómeno contrario. En muchas ocasiones, el capital occidental se emplea para dominar los medios de comunicación e influir en la política nacional. Aprovechando el escaso nivel cultural, los medios limitados de sus ciudadanos y la corrupción generalizada, las grandes corporaciones y los intereses económicos encuentran la forma de convertirse en grupos de poder dentro de estas sociedades. Como si el tiempo hubiera retrocedido en estas regiones, las mismas estrategias de propaganda y presión, los mismos métodos de discriminación y violencia que convirtieron el siglo XX en un gran campo de batalla, se emplean en África, Asia o América Latina sin ningún reparo.

En 1994, se produce el genocido de Ruanda. Esta matanza étnica, llevada a cabo por la comunidad hutu contra los tutsis, conmociona a la comunidad internacional. El origen de esta disputa tiene sus antecedentes en el colonialismo del siglo XIX. La estrategia de apoyar a una etnia o tribu para someter a su rival, o simplemente fomentar los enfrentamientos entre las mismas para debilitar su poder se había usado con frecuencia como un recurso en la expansión colonial. Durante la conquista colonial de África, los belgas se habían servido del poder de los tutsis para imponer su dominio en la región. Tras la independencia de Ruanda a principios de la década de los 60, la mayoría hutu alcanzó el poder y muchos tutsis que hasta entonces habían formado la clase dirigente del país se exiliaron a países vecinos como Burundi. Al contrario que los belgas y los alemanes, el aliado histórico de Francia en el país desde su intervención colonial en Centroáfrica eran los hutus. De esta forma, los intereses comerciales franceses y su influencia en la zona se vieron beneficiados por los nuevos gobiernos tras la independencia. Los gobiernos occidentales, las compañías comerciales y las corporaciones no dudaron en utilizar en su provecho el enfrentamiento entre ambas comunidades.

A principios de la década de los 90, la tensión entre ambas etnias es casi insostenible. La economía del país se asienta en las exportaciones de café, que representan la mayoría de su PIB. En 1989, los precios internacionales de esta mercancía se desploman golpeando con dureza la estructura económica. En 1994, el asesinato del presidente del país, Juvenal Habyarimana (de la etnia hutu) y el avance de los rebeldes del frente patriótico ruandés, con mayoría tutsi, crean el clima propicio para el desastre. Las emisiones de radio televisión libre de las mil colinas animando e instando a la comunidad hutu a enfrentarse contra los tutsis calan en una sociedad muy desgastada. Se crean las milicias Interhawme (golpeemos juntos) y el genocidio da comienzo. A pesar de las muestras evidentes del desastre humanitario, las naciones con intereses en la zona se muestran reticentes a intervenir por miedo a perjudicar sus exportaciones. Para la financiación de radio mil colinas y de las milicias hutus responsables del genocidio se empleó dinero procedente de ayudas de compañías occidentales, del banco mundial y el fondo monetario internacional. Finalmente fue necesaria la intervención de la ONU para detener el conflicto y el control del país recaló en el frente patriótico ruandés. Como resultado de esta escalada de violencia, se calcula que entre 500.000 y 1.000.000 de personas (un 10% de la población y 4/5 partes de la comunidad tutsi) fueron asesinadas. Además del drama humano, la destrucción de infraestructuras y cientos de miles de refugiados, este enfrentamiento local se extendió en la zona a países limítrofes convirtiendo la región de los grandes lagos en una zona de guerra. La inestabilidad en esta región de África se ha perpetuado hasta nuestros días.

En Congo, antiguo Zaire, estas tensiones encuentran el medio propicio para extenderse. En 1960, con el apoyo y la intervención de la CIA y los gobiernos norteamericano y belga, Mobutu Sese Seko alcanza el poder. Las potencias occidentales habían decidido intervenir para derrocar al primer ministro Patrice Lumumba, cuyas ideas renovadoras y su intento por africanizar el ejercito y la administración pública se interpretan como un acercamiento a la Unión Soviética y un esfuerzo por limitar la influencia occidental en el país. Hasta el final de la guerra fría, Mobutu Sese Seko contó con el apoyo internacional presentándose como un freno al marxismo en el África subsahariana. A pesar de las denuncias sobre crímenes contra los derechos humanos durante su mandato, la corrupción y el progresivo empobrecimiento del país, las ayudas y el apoyo de los gobiernos occidentales no cesaron durante 30 años. Desde la caída del telón de acero, la importancia estratégica del dictador dejó de ser relevante y los diferentes grupos opositores organizados en guerrillas encontraron medios para incrementar su influencia y se convirtieron en una amenaza real para el régimen.

Entre 1996 y 1997 tiene lugar la que se conoce como primera guerra del Congo. A pesar de tratarse de un conflicto que se había prolongado durante mucho tiempo, es durante estos años cuando los enfrentamientos se recrudecen y la comunidad internacional vuelve a depositar su atención en el país. La tensión étnica entre hutus y tutsis juega un papel importante en esta guerra. Tras la llegada al poder de los tutsis y el frente patriótico en Ruanda, se calcula que aproximadamente dos millones de refugiados hutus (antiguos combatientes de las milicias de Interhawme) cruzan la frontera de Zaire y continúan su lucha contra las comunidades tutsis congoleñas. El presidente Mobutu, que había perdido gran parte del control del país, apoya a los refugiados hutus con la esperanza de fortalecer su poder ya que en estas comunidades, llamadas Banyamulenge, el apoyo a la guerrilla es muy importante. En 1996, los tutsis son expulsados de la provincia de Kivu del Sur y se revelan formando junto a las milicias rebeldes la alianza de fuerzas democráticas para la liberación del Zaire (AFDL), liderada por Laurent-Desiré Kabila. La AFDL obtiene el apoyo de los principales gobiernos de la región de los grandes lagos (principalmente Ruanda y Uganda), que ven en el conflicto una oportunidad para apoderarse de las explotaciones de coltán en el este del país. Huérfano del apoyo de las potencias occidentales, el gobierno de Mobutu se desmorona y el dictador abandona el país exiliándose en Marruecos. El 20 de Mayo de 1997, Laurent Kabila toma oficialmente el poder cambiando el nombre de Zaire por el de República Democrática del Congo.

Al llegar al poder, Kabila encuentra un país desgarrado por la guerra civil, sumido en un conflicto étnico latente y ocupado parcialmente por fuerzas armadas de países vecinos como Ruanda y Uganda, cuyo interés se centra en la explotación de los recursos naturales del Congo. Consciente de que la presencia de estas fuerzas extranjeras forma parte del precario apoyo con el que cuenta el nuevo presidente para formar gobierno, Kabila trata de limitar paulatinamente su influencia y de recuperar el control de las zonas del país ocupadas. Esta política incluye un giro en su estrategia sobre el conflicto étnico y un acercamiento a las comunidades hutus (que había apoyado con anterioridad a Mobutu). La defensa de las comunidades tutsis es la excusa perfecta para los gobiernos de Ruanda y Uganda para hacerse con el control total del este del país en 1998 y se desata una nueva guerra civil, conocida como la segunda guerra del Congo o primera guerra mundial africana. En esta disputa, la explotación de las minas de oro, de diamantes, de coltán y de cobalto tiene una importancia vital y al igual que en genocidio de Ruanda, los intereses económicos se convierten en el motor del conflicto y en el principal medio de financiación de la guerra.

Mientras los enfrentamientos se recrudecen, otros países como Namibia, Zimbabwe, Chad, Angola, Libia o Sudán toman partido a favor del presidente Kabila globalizando y extendiendo el conflicto en África. Tras varios intentos de tomar Kinshasa por parte de los rebeldes que están a punto de lograr su objetivo, la intervención de estos países africanos consigue estabilizar el frente lejos de la capital. Las tensiones entre los aliados de ambos bandos, cuyo interés en cualquier caso es el control de los grandes recursos naturales del país, llevan a la población del Congo a una situación insostenible de guerra donde resulta imposible definir bandos claramente diferenciados. El conflicto degenera en una situación de violencia extrema y generalizada donde los señores de la guerra ejercen el dominio absoluto de las zonas bajo su control. A finales de 1999, Estados Unidos, Alemania, Paraguay, Argentina y Francia se muestran dispuestos a intervenir y la ONU ordena el envío de observadores al país. Se suceden periodos de tregua y nuevos enfrentamientos. En Enero de 2001, el asesinato del presidente Laurent Kabila genera una nueva crisis en el conflicto.

En Julio de 2002, tras otros dos años plagados de nuevos enfrentamientos e incursiones contra la población civil, el debilitamiento de ambos bandos lleva a la firma del acuerdo de paz de Pretoria que nominalmente pone fin a la guerra. El hijo de Laurent Kabila, Joseph Kabila, recibe el apoyo de los países occidentales y es elegido nuevo presidente del país. A pesar de este tratado, la inestabilidad en la zona no desaparece y numerosos grupos armados continúan operando en Congo. El control de los recursos naturales sigue en poder de otros países (como en el caso de las minas de coltán del este del país en manos de Uganda y Ruanda) y las corporaciones multinacionales aprovechan este hecho para obtener márgenes de beneficio mucho más amplios. Independientemente del bando en el que lucharan durante la guerra, todos los países de la zona comparten un interés común en que el gobierno del Congo siga mostrando una debilidad que garantice su influencia limitando el desarrollo del país. En los medios de comunicación occidentales y en los libros de historia, todos estos hechos no son más que unas pocas lineas.

Se calcula que el número de víctimas mortales debidas directamente al conflicto bélico en el Congo se eleva a 3.500.000. Si tenemos en cuenta los millones de desplazados, las epidemias y el deterioro de las infraestructuras y servicios, el número total de víctimas es prácticamente imposible de cuantificar. Tras la segunda guerra mundial, la guerra africana en Congo se ha convertido en la segunda guerra más violenta en la historia de la humanidad y ha generado una situación de tensión e inestabilidad que amenaza a todo el continente. Las consecuencias del conflicto incluyen millones de refugiados, desastres ambientales imposibles de evaluar, un deterioro del proceso de democratización y de aplicación de los derechos humanos en el África subsahariana y la posibilidad de que hechos similares se repitan en otros países de la zona.

Si bien en África es donde las consecuencias de este fenómeno del neocolonialismo han tomado una dimensión dramática, su influencia no se ha limitado a este continente. En Asia, parte de las inversiones de las compañías multinacionales se dedican a sobornos y a la financiación de campañas de desinformación y manipulación de la opinión pública. En países como India, la legislación medio ambiental y la situación laboral permite a las empresas occidentales reducir costes de producción gracias a un sistema similar a la esclavitud y pasar por alto convenciones internacionales sobre medio ambiente. En Indonesia, las explotaciones petrolíferas, madereras y minas de oro explotadas por compañías estadounidenses y europeas cuentan con sus propias milicias de seguridad y con el apoyo del ejercito para mantener el control de la población en estas áreas. La guerra de Irak o los intentos de occidente por mantener el dominio en el golfo pérsico y oriente medio, son sólo algunos ejemplos de la expansión de esta nueva política colonial económica.

En Latinoamérica, el final de la guerra fría supone el declive de las dictaduras militares que anteriormente, con el apoyo de los Estados Unidos, habían asolado casi en su totalidad el cono sur y Centroamérica. Los nuevos gobiernos democráticos se encuentran con una alarmante deuda externa, una economía frágil y dependiente de las inversiones occidentales y un sistema financiero a punto de desmoronarse (como de hecho sucedió en Argentina). Una vez más estos países no tienen otra opción que recurrir a los créditos del fondo monetario internacional y el banco mundial y plegarse a los criterios de austeridad que estos organismos les imponen o solicitar la ayuda directa de otros gobiernos. Estas exigencias incluyen la privatización de los medios de explotación de los recursos naturales y de las comunicaciones. Las compañías multinacionales occidentales se hacen con el control efectivo de estas industrias condicionando aun más el crecimiento económico a cambio de su inversión de capital y tecnología. Estas políticas encuentran sin embargo una respuesta airada y la oposición de una parte importante de la población. Comunidades indígenas, asociaciones de trabajadores y los sectores menos favorecidos organizan protestas por todos los países de la región.

Un pasado dominado por las dictaduras militares y las exigencias de los organismos económicos internacionales tienen como consecuencia un incremento notable del apoyo electoral a los grupos socialistas y socialdemócratas. En 1999 el antiguo militar golpista Hugo Chavez se hace con el poder en Venezuela. Desde entonces su discurso populista y su denuncia sobre la injerencia económica de los países desarrollados en la economía ha servido para fundamentar su apoyo popular. En 2003, Lula da Silva es elegido presidente en Brasil. En 2006, Evo Morales gana las elecciones en Bolivia, Michelle Bachelet llega a la presidencia en Chile y Rafael Correa, en Ecuador. Un año más tarde, el sandinista Daniel Ortega es reelegido en Nicaragua. El panorama político latinoamericano debería reflejar el intento de aunar el desarrollo económico sostenible con una política social que cuente con el respaldo internacional.

Sin embargo, sucesos como la guerra del agua en Cochabamba, Bolivia, ponen de manifiesto que el desconocimiento y que en las compañías multinacionales se valore exclusivamente la rentabilidad, llevan a situaciones contradictorias. Tras la privatización de los servicios de agua en Bolivia, un incremento en algunos casos de hasta un 40% en la factura del agua a los ciudadanos de Cochabamba provocó protestas masivas en Enero de 2000 que se extendieron a otras localidades encontrando el apoyo de otros grupos como las comunidades indígenas o las asociaciones de cocaleros. En Abril de 2000, el presidente Hugo Banzer, también ex militar golpista, declara el estado de excepción en La Paz. Las manifestaciones lograron el objetivo de detener el proceso de privatización de los servicios del agua. El fondo monetario internacional y el banco mundial mantuvieron sus exigencias de privatización del servicio para garantizar su gestión óptima y los créditos se congelaron. Desde entonces, no se han realizado ninguna mejora ni ampliación de los servicios de agua de Cochabamba, el abastecimiento sigue siendo deficiente y muchos de sus ciudadanos siguen sin suministro de agua potable.

Estos son sólo algunos ejemplos de como la esclavitud de las cifras y los criterios económicos han generado este nuevo fenómeno de neocolonización. A veces, viajando por otras zonas tan alejadas como Asia o África, nos sorprendemos cuando encontramos a alguien con una camiseta con el rostro de Bin Laden, o carteles de apoyo a bandas terroristas, o simplemente, nos asombra la desconfianza que provocamos. Mientras escribía este artículo, estaba leyendo Molloy, una novela de Samuel Beckett. En un momento de la narración, uno de los protagonistas, un mendigo, cuando una asistenta social trata de hacerle tomar una comida en una comisaria donde ha sido interrogado describe: “No, realmente no conozco defensa alguna contra el gesto caritativo. Hay que inclinar la cabeza, con las manos confusas y temblorosas, y decir gracias, señora; gracias, buena señora. El que no tiene nada no tiene derecho a despreciar la mierda....”. Mientras no seamos capaces de cambiar esta percepción respecto a la colaboración internacional, no tendríamos de que sorprendernos. Sucesos como los descritos con anterioridad son la consecuencia inevitable.

Se que como siempre me he extendido más de la cuenta. Se trata en cualquier caso de un tema de actualidad que extiende sus ramificaciones a lo largo y ancho del mundo. De como seamos capaces de resolver el problema del desequilibrio económico global depende la posibilidad de crear un marco equitativo y pacífico de convivencia, de reducir la inmigración ilegal, de asegurar la explotación sostenible de los recursos naturales y de evitar que conflictos como los que asolaron Ruanda o Congo no vuelvan a repetirse. Se que se trata en cualquier caso de conceptos complejos, espero que al menos, todo esto no os aburra soberanamente. Quedo a la espera de vuestros comentarios.

Un cordial saludo.

HUNTER